Las luces estaban apagadas. Las
puertas cerradas. Las estrellas escondidas bajo un tormentoso y sombrío cielo.
Una noche de enero, la oscuridad se iluminó con la fuerza del destello de un
relámpago. Neptuno y Lunara sintieron celos al ver una fuerza magnética más
poderosa que la suya. Las corrientes del Río de la Plata se les rebelaron. Las
náyades se vieron desafiadas y el oleaje las estremeció. Era uno de esos amores
que tienen vida propia. Que son encontrados sin esperar. Casualidad o
predestinación. Esos, los que pueblan las noches y mares de magia. Se cuelan sin preguntar. Se
salen del guión. Sorprenden y conmueven.
Alinean los planetas si se les permite. Abrazan el alma. La descosen, la
desarman y la vuelven a armar. La traen de vuelta entre cuentos y té de frutos
rojos. Su paz aquieta los miedos. Su seguridad disipa las incertidumbres. Su
paciencia y serenidad encuentra luz en las sombras más apabullantes. Y además
la hace brillar. Son esos que depuran y cambian el tiempo. Su contención
encuentra una cura para cada dolor. Prueban y fortalecen los corazones que los
perciben como una gracia divina. Los aceptan como el milagro que son y los
dejan navegar a su ritmo. Casi como si tuvieran vida propia.