Hace algunos años conocí a un
médico acupunturista japonés que se dedicaba a tratar el stress en todas sus
variantes. Decía que la falta de aceptación es la causa de toda enfermedad. Física,
mental o emocional. Lo recuerdo bien porque me llamó la atención el concepto.
Puede ser que tenga razón. Suele suceder que el “tratar de…” hace que
uno esté en permanente conflicto con uno mismo. Querer deshacerse de
situaciones o emociones no deseadas, pero no poder. Tratar de forzar otras que
hasta cierto punto funcionan, pero no tanto como sería de esperarse. El buscar
no sentir o no pensar en algo es inútil.
Definitivamente. Hasta puede ser peor y
convertirse en un tormento. Incluso habiendo sido algo bello. El japonés tenía
razón. Cuando uno llega a declararse completamente vulnerable frente a eso que
resiste y hasta como si fuera una
debilidad, es que se puede estar en paz. Andar liviana por la vida. Ya no hay lucha interna porque no hay
conflicto. No hay más tormento. Hay aceptación . En cierta forma pasa a ser
inobjetable. Ineludible. Es. Como si fuera el talón de Aquiles. Algo así se
siente. Y un poco de paz, de ternura o de belleza se puede ver en eso. Hay
tantas “cosas” de todo tipo rápidas, efímeras, superficiales, inconsistentes… ¿Cómo
no conmoverse cuando algo está tan arraigado y no se deja ir? Definitivamente
el ponja acupunturista tenía razón. Se acepta. Se lo deja ser como quiera o pueda.
Liberado a su suerte o su destino. Se transforma su lugar ganado. ¿Para qué? No
tengo la más remota idea. Tal vez quede como un bonito recuerdo y se termine
diluyendo en el tiempo. O no. ¿Cómo saberlo? Por lo menos ya no existe ese
estado de alarma y de incomodidad constante. Ya no molesta. A fin de cuentas,
por más que uno se empeñe en lo contrario, termina brillando como con luz
propia. No puede ser algo tan malo entonces.