viernes, 18 de marzo de 2016

Para qué ir a terapia (o no) Parte I




Ana va a la psicóloga una vez a la semana. Su papá era psicoanalista, de manera que creció entre las obras completas de Sigmund Freud. Todo este vocabulario de actos fallidos, mecanismos de transferencia, edipos mal resueltos y cosas por el estilo, le son familiares. Su primer terapeuta la conoció de adulta, dos años después de haber nacido su primer hijo. Duró un año y fue una relación extraordinaria. Muy maternal , hasta hoy siguen en contacto. Mucho tiempo después buscó otra profesional para analizarse, ya que se había mudado de país. Ardua tarea, en la que encontró muy variados especímenes. Una era antroposófica. Muy muy pero muy muy costosa. Le cortó un mechón de pelo -sin previo aviso- para analizar energéticamente. Le recetó dieciocho frascos de gotas distintos. Tenía una planilla en la que se indicaba cada quince minutos o media hora algo para tomar. No duró tres sesiones. Luego tuvo una seguidilla de “únicas consultas”. Una paqueta señora,  desde el otro lado de un antiquísimo escritorio de madera en el último piso de una casa espléndida en una empedrada calle de San Isidro, le preguntaba. “Bueeeno, a ver ¿cuándo fue la primera vez que sentiste miedo?  Recordá… ¿Y cómo era la relación con tu papá? Y tu hijo cuando va la plaza ¿cómo se relaciona con el pastito? ¿Y con la arena?...” Otra, en una habitación de un departamento en Vicente López. Completamente oscura por las persianas  bajas. La señora subía y bajaba en el ascensor con los brazos cruzados, mirando para abajo y sin mediar palabra alguna. Durante la hora de terapia, seguía con los brazos cruzados y llegó a quedarse dormida. La siguiente atendía cerca de  Puente Saavedra. Preguntaba lo que quería y de la misma manera escuchaba. Duró unas semanas más pero era muy bruta, fría, distante, incluso irónica. Una vez le dijo que era mejor que fuera al psiquiatra y dejara que un medicamento actúe. O sea que ni ella misma confiaba en lo que su propia terapia podía hacer. Meses después y cansada de buscar lo inencontrable, de casualidad- como suceden las mejores partes de la vida- se enteró de un taller de escritura en el que se trataba de contar la propia vida. La coordinadora a cargo, también casualmente era psicoanalista. Se encontraron en la Estación Borges del tren de la costa y Ana la propuso comenzar una terapia psicoanalítica pero basada en la escritura, que era lo que más tenía que ver con ella, su manera de ver el mundo. Las dos de acuerdo, esa terapia duró cerca de dos o tres años. Y fue excelente. Hasta que perdió su razón de ser y se desgastó, terminado el tiempo que fue necesario. En realidad, como sucede con todas las relaciones cuya base no es un amor profundo. Es natural. Otro tiempo más adelante, buscó una terapia más liviana, solo para ir a charlar una vez a la semana. No tanto por la devolución, sino para obligarse a pensar un rato en ella misma y exteriorizar sus preocupaciones. Para eso sí sirve. Aunque a veces se pregunta para qué va. Si la tiene que convencer de todo lo que ella dice-piensa- siente.


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